jueves, octubre 27, 2005

76

Veo mutar el horizonte a 76 KM por hora. Lo suficientemente rápido como para llegar a destino sin caer en las garras de la penumbra. Lo suficientemente lento como para saborear cada centímetro de tiempo que se estrella contra mi cara, alejándome de mis viejos hábitos y vicios. Solo un par de horas, no pido más pero tampoco menos. Ni siquiera me importa que sea una ilusión, siempre y cuando nadie se interponga entre el lienzo y yo, el artista que lo alimenta con recetario propio.

Se me rompió el retrovisor; nunca voy a saber si se rompió a si mismo, cansado ya de mi insistencia y mis nostalgias, o si lo rompí yo porque ya no soportaba su inversa y tentadora forma de mostrarme la realidad. De cualquier forma, era un bien prescindible al igual que lo eran los vidrios. No, no los rompí. Con ellos mi trato fue diferente, casi preferencial diría yo. Le encargué a un chapista que los quitara con paciencia y dedicación, y los guardara cuidadosamente en el baúl por si algún día los llegaba a extrañar o las circunstancias me obligaban a recurrir nuevamente a la invisible sensación de sosiego que ellos gentilmente me brindaban.

Sin notarlo, mi pie derecho se hunde y las formas a mi alrededor comienzan a mutar sutilmente. Paso los 100 KM por hora, pero la diferencia ya es relativamente nula. Un poco más profundo, y ya doblo mi velocidad inicial. El dulce tiempo se amarga, el lento tiempo se escapa. Freno, miro, dudo, avanzo. Mi viejo vehículo va quedando atrás junto con los pocos objetos que todavía me quedaban.

No se dónde estoy. No me importa donde estoy. Ahora soy libre.

Si, por fin libre.