Gemidos
En las estrellas del balcón se adivinaban las 11 de la noche; si era viernes o sábado ya era fútil. El departamento alumbrado sólo por el destello azulado de la película que se hacía esperar mientras ellos se escapaban entre risas. En la cocina, el pochoclo ya empezaba a reventar con cierta prepotencia. En el pasillo, él echó una mirada cómplice y ella lo siguió sin pensarlo demasiado. Las palabras ya sobraban cuando el baño les abrió la puerta.
Se encontraron gimiendo al unísono, gozando cada milímetro de placer que escapaba de sus cuerpos convulsos. Se retorcían, se arañaban, mordían la nada; hacían entrechocar sus dientes mientras el sudor los lustraba, embelleciendo sus figuras semidesnudas, refulgentes bajo la penumbra y la luz tenue reflejada en azulejos.
De repente, el clímax. El, por su fisonomía más robusta, defecó en el inodoro. Ella, en el bidet. Una vez culminado el acto, echaron un poco de soda cáustica sobre éste último para limpiar las huellas del placer y se fueron juntos a ver una de Tarantino. En la cocina, el pochoclo echaban humo.