martes, junio 06, 2006

Anís

Todo era simétricamente perfecto.
Lo noté al descubrir un tic nervioso
en mi ojo izquierdo.


Me quedé mirándolo fijo, como consolándome por no haber podido insultarlo como ameritaba su rápida huida. Calma –me dije–. Sólo otro viejo maleducado. Otro de los muchos cientos, miles, millones de viejos maleducados que caminan por las calles, como dueños de las aceras, toreando y maldiciendo mientras les dé la saliva (y las polillas, porque siempre huelen a naftalina). Y después dicen de nosotros, los jóvenes, que no tenemos respeto por los mayores, la familia, la vida, la gente, la autoridad, ¿yo qué sé? (no es una pregunta)... y encima de todo, cobarde. Si sólo hubier...

–¿Che, estás acá? –me preguntó Lara, bajándome de un hondazo–.

La noté intrigada por mi mirada perdida en un viejo ya invisible por la esquina. Era tierna. Su sonrisa me remitía a esas ardillitas tan dulces y juguetonas que uno ve y alimenta en el zoológico cuando lo llevan de prepo un domingo a la tarde para que no moleste mientras papá mira el partido y le grita a la tele.

No sé por qué, de repente, me acordé de papá.

Pasé por alto mi brote gerontofóbico y analicé la situación. Es sabido cómo reaccionan algunas mujeres al descubrir que esa nube (sí, la que tiene forma de conejito) me estaba resultando más interesante (no, al lado de la que parece un pato) que tragarme el aire ya enrarecido y un tanto fútil (esa misma, ¡mirá qué bonita!) que había generado su monólogo existencial. Mi chivo expiatorio terminó siendo el viejo contra quien tanto había despotricado minutos atrás.

–¿En qué pensás? –me preguntó, sonriendo; tierna, dulce, juguetona, tierna...–.

De no haber considerado esa pregunta como una cuerda salvavidas al augurar el inminente naufragio en una charla trivial, la hubiera insultado a lo políglota. Pero, contrario a mi habitual genio evasivo –y desestimando el reciente incidente–, ese día me encontraba particularmente de buen humor, ¿quién sabe por qué? (no es una pregunta).

–En vos, te miraba –le contesté–... ¿yo qué sé? (no es una pregunta).

Los cachetes se le inflaron como dos manzanas rojas acarameladas, como esas que comía de chico en El Tigre cada vez que mi papá se encaprichaba con la fantasía de ir a pescar. Casi siempre terminábamos regalándole lombrices a ese enorme charco de sopa fría y viscosa entre marrón ocre y verdosa, que olía (y, de seguro, sabía) a heces y orina.

Yo corría por mis campos, viendo florecer los frutos de mi estrategia, mientras las aves volaban rapaces creando un espectáculo digno de ser admirado. Estando casi casi casi convencido de mi airosa retirada con laureles y demás, me asestó el golpe de gracia; ése que hace aullar a la muchedumbre cuando ésta ya está empezando a levantar sus cosas para irse a casa.

–¿Y qué más? –atacó, sin disimular su sonrisa–.

Sucumbí finalmente ante su curiosidad de infante goloso, y accedí sumiso a responder a su tan habitual y luego tan inesperada pregunta. Me invadió el pánico, el desconcierto. Me sentí el cazador estrella al que se le escapa una segura presa por subestimar su propia empresa. Pero la escopeta no en vano tenía dos caños, y Lara empezó a tratarme de loco tras lograr tumbarla al segundo tiro. Nunca comprendí esas preguntas semi-planificadas que esperan respuestas similares y se enojan si no las obtienen (es que las preguntas son tan quisquillosas a veces...).

En el fondo era cierto, la estaba mirando, como también era cierto que no (no estoy loco). En realidad (¿realidad?), creo que la estaba estudiando… un poco como buscándole algún sentido oculto a su semblante vacío (ya tendré tiempo más adelante para reivindicar o hundir irremediablemente mi cordura). La imaginaba como una nube de mundos inconexos, flotando cerca los unos de los otros y vistos con forma de rostro sólo tomando cierta distancia, como esos óleos baratos de feria americana cuya imagen depende casi exclusivamente de la voluntad del curioso.

La metafísica de cotillón me había empujado a intentar ver más allá, siendo ella no ella sino parte y todo de un todo inverosímil. Y de ese todo, yo no sacaba nada. Respirando la desazón de la incertidumbre filosófica, por no decir demencial (sólo los filósofos y los locos apuñalan tan brutalmente sin más armas que dos ojos), intenté descender (o ascender, porque los subsuelos son infinitamente más lúgubres que las terrazas) a la realidad apartando mi vista de ese universo extraño. Terminé entrando en su ojo derecho. No soy amigo de lo ajeno, pero los tenía tan abiertos (seguramente a causa de mi respuesta) que ni me molesté en llamar.

La caverna era enorme. Tan oscura como luminosa y tan brillante como opaca. Empecé a sentir náuseas por girar como un trompo (nunca me gustaron los trompos) buscando calificativos que se adecuaran al lugar ante el cual me encontraba absorto. Intenté huir, hasta que caí en la cuenta de que la caverna ya no era caverna sino una suerte de carretera sin o con suelo, techo, paredes, no-techos, no-suelos, no-paredes, todo, nada, nada, nada, todo, ¡truco!... y nada nuevamente, como cuando Ricardo me guiñaba un ojo, y yo no sabía si pegarle por desfachatado o cantarle retruco. Siempre terminaba yéndome al mazo de mala gana.

Se hace difícil ganar e incluso perder cuando no se tienen cartas que jugar, o cuando el que argumenta en mi contra soy yo mismo. A la larga, resulto ser tan buen sofista que mis argumentos adquieren una validez similar a la de la mala imitación de un billete de tres pesos que todavía creo tener guardada en el cajón de mi mesita de luz, sólo por si acaso..., pero no sé a qué venía todo esto de la timba y el orgullo y mi amigo afeminado.

Un lamparazo casi fotográfico me devolvió de un manotazo la poca lucidez que tenía guardada por algún lado (de seguro no en la mesita de luz). Por desgracia, a veces me distraigo fácilmente. ¿Dónde me había quedado? Sí, flash... no pretendo narrar mucho al respecto, pues estaría mintiendo y no me gusta mentir escribiendo, porque cuando escribo no soy yo, sino sólo la resaca del yo que el día y la rutina se ocupan de filtrar a diario, casi sin que yo me dé cuenta. Si voy a mentir, que sea yo el que miente y no un mero testaferro. El flash, el flash… la escena me recordó a los siempre educados taxistas de Buenos Aires en hora pico y con pasajeros. Dadas las circunstancias, perdí el conocimiento por el golpe, tras haber hecho las veces de guardabarros para este gentil transportista apurado.

Desperté flotando en algo parecido a un océano sólido (pero no tanto) y transparente (pero no tanto). Buceando en el recuerdo, me reencontré con mis padres. A papá ya lo nombré varias veces (porque mamá siempre era la que sacaba la foto), pero nunca profundicé sobre la persona que ocupaba aquel honorable cargo público, y tampoco lo haré a esta altura del partido. Sólo me limitaré a describirlo. No como el hombre, ni como el padre, ni como el deportista frustrado, sino como el oficio perfecto. Aún hoy lo veo en martillos, cuchillos, bisturíes y gamuzas, y no en balones, retratos, relatos, infancias, en fin. Mi madre, en cambio, era de esas tantas personas que dicen calcular como sinónimo de pensar. Ya había tenido suficiente de ellos en vida, y no estaba para arruinarme el día, así que intenté salir a dar una vuelta para aprovechar mis improvisadas vacaciones. Pero noté que el tiempo estaba pasando más rápido que de costumbre y corría como un conejo blanco cuando mira su reloj de arena que gotea.

Los viejos siempre se quedan dormidos, y eso me hizo notar que ya era vejez, como podía haber sido de noche.

La siesta me hizo bien, y desperté hecho un pibe (literalmente; de ocho o nueve años), con la energía hiperactiva y volátil que los caracteriza, al menos hasta la pubertad. Fue precisamente pubertad (como podría haber sido mediodía o almuerzo) cuando tomé conciencia de que había jugado y saltado más de la cuenta durante mi niñez o mañana, y tuve que sentarme a descansar un rato.

Con el paso del tiempo (qué cosa ambigua últimamente), uno va teniendo revelaciones casi existenciales antes impensables, como que la Quilmes Cristal oculta, tras su fachada de cebada, cierto rumor a las lima-limón baratas que solía tomar en las playas de Brasil cuando vacacionaba con mis tíos, o que los señaladores, con frases de segunda mano y calendario al dorso, terminan resultando bienes particularmente útiles cuando la voracidad lectora no va de la mano con la memoria de los viejos años, casi siempre lubricados por un cortado anticipado por el ademán con los dedos para pedir «un cafecito, maestro» y despedido por la pantomima casi obscena para llamar al mozo. Todo esto sin olvidar, por supuesto, el broche de oro con el vaivén frenético de la mano emulando una firma aérea, que pide la cuenta sin obligarme a levantar la voz (que es de mala educación en lugares públicos). Y si le digo manteca, el mozo me trae una medialuna, porque es lo normal, es como la gente comer medialunas en vez de manteca. Porque uno pareciera ser tremendo degenerado si no se viste como-la-gente, si no habla, se comporta y come como-la-gente (yo como, tú comes, él come, vosotros, nosotros, ellos, nadie...). Siempre me consideré muy generado al respecto. Quizás lo soy. Quizás nadie me avisó cuando falté a la clase en que dijeron dónde comprar los apuntes para esa unidad.

Mirando un poco para cada lado, como quien no quiere la cosa, él se inclina hacia ella usando de soporte sus brazos cruzados sobre la mesita cuadrada de un bar en la esquina de Pueyrredón y Paraguay, como intentando secuestrarla y someterla con la mirada mientras ella sonríe, ingenua, ignorando cómo él guarda la mueca sardónica en el bolsillo interno de su saco de imitación y se frota las manos (como un cirujano preparándose para operar) cuando la ve levantarse y dirigirse al toilette.

Pero ella vuelve, ve la galera rota, y al mago se le escapa el conejo. Sale del bar, como el agua de la tina por un desagüe con sarro, adelantándose a la falsa tentativa de caballerosidad que le quiso abrir la puerta y game over.

Beber la soda cuando todavía queda un dedito en la taza termina eternizándole el sabor al café y, a veces, hasta a la mano entera. Pero la soda es la soda y nada más que la soda. «Por el pasillo, a la vuelta» Una, dos, tres veces que me hacen pensar que tal vez la mesera tiene, o cree que yo tengo, algún tipo de retraso mental severo cuando la soda me manda a preguntarle dónde queda el toilette de caballeros.

Ya se iba haciendo tarde, así que me refugié en un paquete de caramelos de dulce de leche dentro de un pasillo de subte con aroma a jazz y saxo solista hasta que la música se extinguió, así como mi lucidez. A eso de los 40 o 50 (como podría haber sido de noche) terminé tendido en el suelo como un costal de cebollas rancias, invitado por aquellas cálidas callejuelas a pernoctar cobijado en sus laberínticas entrañas.

Fue vejez de nuevo y la claridad diaria después de tanto (¿poco, mucho, nada?) tiempo de oscuridad me encandiló temporalmente hasta que mis ojos seniles se acostumbraron al sol de la mañana sobre la boca del subte que oficiaba de catre. Me levanté y empecé a caminar por las calles, algo desorientado, intentando ubicarme un poco en el mundo despierto cuando, sumido en mis cavilaciones, choqué contra un joven que venía charlando con su novia, amiga, conocida, ¿quién sabe? (no es una pregunta). Pensé en pedirle disculpas, pero la situación me resultó extrañamente familiar, y siempre le tuve cierto miedo a los Deja Vú.