lunes, octubre 23, 2006

- Hola

- ¿Qué hacés?

- Bien, ¿vos?

- Todo bien.

- Me alegro mucho, che.

- Entonces, ¿vos todo bien?

- Si, bien, bien... tirando.

- Bueno, mandá saludos.

- Vos también.

- Chau, cuidate.


[ Levanta la mano en ademán de saludo mientras la puerta del ascensor se vuelve a cerrar, y continúa mirando la fría nada de la pared metálica... ]


La jerga jurídica es una de las cosas más estúpidas que escuché y leí en mi vida. Imaginen un lenguaje insípido e intrincado sin más sentido que el de demostrar la idoneidad (o pedantería) del letrado en cuestión. Absurdo, ¿no? bueno, ya tienen el concepto. Quizás el sentimiento de inutilidad que me inspira ese lenguaje (propiamente hablando) junto con situaciones vacías como la que cité más arriba (diálogo real entre abogados en un ascensor de Tribunales) hayan sido 2 factores cruciales al tomar la decisión de alejarme de mi tentativo futuro académico en el derecho. Hay un tercer factor (que, por razones personales, voy a mantener en silencio) que implica una fuerte decepción que tuve, y que fue el que más influencia tuvo en mi cambio de postura.

Que quede claro. Uno no es idiota por elegir una carrera que lo llene espiritualmente contra una que en teoría lo llenaría monetariamente. Los idiotas son ellos, infelices vanos que venden su vida y alma a cambio de una remuneración ostentosa. ¿De qué sirve eso? Escupo sus reglas. Me cago en sus reglas y me cago en ellos, en su "buena vida" y en su mugrosa credencial amarilla. ¿De qué sirve todo eso si llegan de la oficina y no hacen más que comer, mirar tele, dormir y despertarse al día siguiente a hacer lo mismo que el anterior y que el siguente? Y lo peor de todo, ¿de qué sirve trabajar para la justicia cuando son ellos mismos los primeros en robarle las monedas a esa pobre ciega, negando así su existencia, cosa que tanto pregonan al firmar sus escritos?

En cuanto a mí, ya dejé de cuestionarme por qué escribo estas cosas. Ahora simplemente me dejo llevar por el teclado bajo mis manos, como todo artista que se entrega a la improvisación libre. No hay suicidio más cobarde y atroz que la autocensura. Me cansé de pretender ser un cadáver políticamente correcto.

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